ESCUELA TLALNECAPAM: ENTRE EL PASADO, NUESTRA POSICIÓN ACTUAL Y LA POSIBILIDAD DE UN FUTURO

XXIX ENCUENTRO NACIONAL DE LA RED DE EDUCACIÓN ALTERNATIVA,

2 Y 3 DE FEBRERO DE 2019

ESCUELA MANUEL BARTOLOMÉ COSSÍO, TLALPAN, CDMX.

La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja

dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá

¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso… sirve para caminar

Eduardo Galeano

Tlalnecapam fue uno de los cuatro barrios que dieron origen a la población de Xalapa. El lugar, marcado por ríos, manantiales y un bosque templado, nutrían un relieve montañoso que hacían de la zona un sitio excepcional. En la loma de ese barrio –actualmente llamado Santiaguito, producto de la consabida cristianización- se dieron las posibilidades de ubicar la escuela: construcciones abandonadas y una hectárea de terreno abrieron un panorama cautivador. Así, en la inmediata identificación con ese ambiente, la escuela sin nombre no lo fue más: se llamaría Tlalnecapam, “lugar en el que las tierras fueron medidas”. 

En este inicio, la propuesta se perfiló como algo innovador en Xalapa. La estructura típicamente cuadrada de un plantel de concreto se vino abajo y en su lugar se erigió un concepto diferente. Rentamos el espacio y nos dimos a la tarea de organizarlo. En el grupo creador afloraban las mismas intenciones: todas mujeres, madres, con necesidad de trabajo y un gran entusiasmo por emprender algo que nos parecía extraordinario. Abrir un espacio que nos permitiera descubrir a niños y adultos, lo que podía darnos una escuela diferente, alejada del esquema institucional. No había opciones, las escuelas existentes mantenían un culto piadoso hacia la liturgia escolar y las formas de reclusión organizadas y autorizadas que todos conocemos. Como madres, nos negábamos a mirar a nuestros hijos con su espíritu sometido a una autoridad irracional; como maestras, sabíamos que nuestra concepción de escuela podía ser llevada a cabo. Lo prioritario era colocarnos del lado de los niños, como principio fundamental.

No hubo apoyo económico, fuimos adaptando sillas, mesas, aportaciones de padres interesados, llantas. Todo nos sirvió. Una idea siempre prevaleció en el grupo: el entorno. Éste debería ser lo suficientemente natural para permitir el sano desenvolvimiento de nuestros niños. Lo adecuamos definiendo áreas de juego, reforestando, cultivando, discurriendo en el apetitoso relieve que subía y bajaba a su antojo.

Con ese arrojo y en ese hermoso lugar, permanecimos a lo largo de siete años, hasta que hubo necesidad de abandonarlo y reiniciar en algún otro sitio. Este cambio ha sido uno de los de mayor trascendencia en la historia de la escuela.

Durante todo ese tiempo, el replanteamiento de nuestras ideas respecto a lo que concebíamos sobre educación fue la base para fundamentar nuestra actividad. Había que hurgar en las teorías, ya que la práctica nos lo demandaba. Con desacuerdos, aproximaciones y experiencias, fuimos estructurando programas y proyectos por ensayo y error; especulaciones que fueron tomando forma en un trabajo que se insertaba poco a poco en la comunidad xalapeña. Con estas premisas, el espacio, el ánimo de niños, niñas, maestras y la efervescencia evidente, surgieron las dudas de los adultos: “¿Qué hacen en esa escuela que los niños no se quieren ir a sus casas? ¡Seguro que solo se dedican a jugar!”  Teníamos que convencerlos que el aprendizaje solo se da cuando las condiciones son favorables a los niños. Aun ahora, el que niños y niñas vayan gustosos a su escuela crea cierta desconfianza. 

En 1989 nos mudamos. Adquirimos un predio de media hectárea que había funcionado como un cañal en las afueras de la ciudad. ¿Por qué ahí? Porque decidimos continuar defendiendo el espacio natural, la vida al aire libre. Nadie hubiera resistido el encierro en una casa; así que nos fuimos al campo. Ahí florecería realmente una educación en armonía con la naturaleza.

Sin embargo, en este reinicio las cosas fueron diferentes. Disminuyó la matrícula y nos convertimos en una pequeña comunidad en medio de la nada. No todos quisieron participar. Hubo deserciones, críticas y desconfianza. Pocos creyeron que lo que más educa y hace crecer es la propia creación. Si en la escuela siempre se valoró el trabajo como reforzador de la voluntad de las personas, por qué no dar ese paso en el que era imperativo construir desde sus bases nuestro espacio, moldearlo, constatar cómo crecía día con día.

Y le entramos quienes aceptamos el reto; quienes nos involucramos con todo y tuvimos la gran satisfacción de ver nuestro sueño de escuela hecho realidad y eso jamás nadie podrá borrarlo. Sin agua, sin luz, sin salones, en medio de cañas y aguaceros torrenciales había que trabajar empeñosamente con el pico y la pala. Y así lo hicieron los niños, quienes más confiaron, los que más disfrutaron de su Tlalne, como empezaron a llamarla. Con la ayuda del maestro albañil y sus teorías sobre estructuras y el maestro Juan con su ojo agronómico, fuimos haciendo posible la Tlalne, armando el rompecabezas que muchos no entendían ni creían que se fuera a completar y que finalmente contemplaron asombrados: en poco menos de un mes ya teníamos cincos salones pre construidos y un extenso patio de juegos ¿qué más podíamos pedir?

Ahora nos sentíamos doblemente comprometidos con nuestro nuevo ambiente. Este pedazo de tierra nos abrió sus entrañas para que aprendiéramos a cuidar de ella. Desde ahí surgieron aprendizajes que aún permanecen. Mucho antes que el tema se convirtiera en un tópico, pudimos mostrar que las escuelas también pueden ser generadoras de ideas que resuelvan problemas ambientales comunes. Por todo esto, Tlalnecapam continúa en el campo, formando parte del paisaje de esta hermosa región.

Hace 37 años que nació el proyecto Tlalnecapam y desde entonces se ha nutrido de las pedagogías innovadoras, de los apóstoles Freinet, Dewey, Piaget, Freire, Ferreiro... Se dice que no todas las pedagogías innovadoras mantienen hoy el mismo valor o vigencia, pero esta afirmación nos conduce a un laberinto de interrogaciones: ¿Valor para quiénes y para qué? ¿Valor por su sentido de aplicabilidad inmediata o por su aporte meramente cultural y formativo? ¿Vigencia para el modelo actual de escolaridad o para otros posibles modelos alternativos con los que todavía es viable, útil y necesario soñar? Imposible citar a todos aquéllos que motivan reflexiones y confrontaciones constantes. La realidad variada de la práctica y del pensamiento educativo es el resultado del enmarañado de múltiples aportaciones internas y externas al sistema escolar, de agentes numerosos, de grandes y pequeñas invenciones.

Quienes merecen un reconocimiento especial son los niños y niñas, constantemente dispuestos a brindarnos su profunda filosofía sobre la vida, con sus ideas, sus inventos, sus enojos, sus sonrisas, sus críticas, su excepcionalidad, su eterno accionar. Son quienes realmente afirman y ratifican nuestro quehacer y nuestra escuela.

Hoy, 37 años después, seguimos dando la batalla, remando para llevar el barco a buen puerto, que a menudo parece estar más allá de la línea del horizonte. La sociedad evoluciona y el sistema escolar se ve sacudido por constantes demandas de transformación. Los retos se modifican, pero los ideales, aunque matizados, son los mismos. Mucho se habla de educación integral, de la adquisición de múltiples conocimientos y habilidades que conduzcan a la transformación de las personas, de comunidades de aprendizaje donde se favorece la discusión, el intercambio, el análisis… pero es imperativo, cada tanto, revisarnos, cuestionarnos y retomar el rumbo. Dadas las condiciones que se viven en el país, es absolutamente necesario estimular y propiciar el tan ponderado pensamiento crítico. Encienden nuestras alarmas los padres millennials, la  intolerancia, el grave riesgo de polarización social, la mística desarrollada alrededor de la maternidad, el síndrome de los niños emperadores, las absurdas exigencias y graves omisiones de las autoridades educativas, la propia supervivencia, la formación y compromisos de maestros y maestras que se integran a nuestro proyecto, la dificultad de actuar como comunidad, la incongruencia entre lo que se dice y lo que se hace, la falta de comprensión lectora entre padres, madres y algunas maestras, la renovación de nuestros votos pedagógicos, los incentivos para que quienes somos un referente para los alumnos leamos, escribamos, analicemos y cuestionemos y un larguísimo etcétera. 

Insistimos que es nuestra responsabilidad avanzar en la construcción de una dinámica liberadora dentro del sistema educativo, como anónimos reformadores de una práctica que debemos reinventar constantemente, participando de las ideas y de los ideales que, con todo, aún conforman las pedagogías esperanzadoras.

Escuela Tlalnecapam,  febrero del 2019